Imaginemos por un momento un cubito de hielo transparente, tan puro como un diamante tallado, reposando sobre nuestra lengua. Al principio, el contacto es frío, casi anestésico, como si una fina capa de escarcha se extendiera por las papilas gustativas. Pero a medida que el hielo se derrite, liberando su glacial esencia, una transformación siniestra se apodera de la lengua. El frío deja de ser placentero y se vuelve punzante y mordaz. Nuestro organismo, como una pequeña hoguera interna, genera calor constantemente para mantener sus funciones vitales. Al entrar en contacto con el hielo, este calor se transfiere rápidamente hacia él, siguiendo el principio de conducción térmica, lo que provoca una bajada brusca de la temperatura en la zona de contacto.
En un abrir y cerrar de ojos nuestra lengua se queda pegada al hielo, como si una fuerza invisible la atrapara. La explicación de esta reacción está la tiene la saliva.
Esta sustancia contiene agua y diversos componentes, incluyendo sales minerales y electrolitos. Cuando la saliva entra en contacto con el hielo, se enfría rápidamente debido a la transferencia de calor. El agua de la saliva se congela, pero no lo hace de forma uniforme, sino que se inicia en pequeños puntos de contacto entre la lengua y el hielo.
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